lunes, 27 de septiembre de 2010

Civilización Inca

Organización político-administrativa inca


El gobierno de los incas se caracterizó por el ejercicio de un poder absoluto controlado por el Sapa Inca a través de una compleja red burocrática que alcanzaba a todos los súbditos, si bien las tradiciones de los grupos dominados se respetaron en el ámbito religioso, económico e incluso político. Se trataba de un Estado en el que se mezclaron, de forma original, instituciones y formas de gobierno "comunistas" con un régimen monárquico apoyado en principios teocráticos. El soberano del Tahuantinsuyu, cuya autoridad absoluta era acatada por sus súbditos con la reverencia debida al hijo del Sol, era prácticamente el dueño de todas las tierras del Imperio y de la fuerza de trabajo representada por la mayoritaria población campesina. La monarquía era hereditaria, aunque no forzosamente la sucesión tenía que recaer en el primogénito, ni siquiera en uno de los hijos de la Coya, esposa del Sapa Inca, que a partir de Pachacuti fue una de sus propias hermanas. La institución del matrimonio adelfogámico por el noveno soberano obedeció, tal vez, al afán de revitalizar el mítico origen de los hijos del Sol, como descendientes de la primitiva pareja de hermanos-esposos Manco Capac y Mama Ocllo, sacralizando así la estirpe conquistadora. El heredero era designado por el soberano, en función de su capacidad y aptitudes para el gobierno y la estrategia militar. Era en realidad un verdadero correinante con el padre, en las ocasiones en que por su edad pudiera desempeñar funciones de gobierno. Pero no necesariamente ese heredero, en ocasiones correinante, tenía que llegar a ostentar la mascapaicha, la borla o insignia de la categoría imperial. Previamente tenía que ser reconocido como tal por la nobleza cuzqueña, y de hecho las sucesiones fueron frecuentemente tumultuosas y se decidieron después de motines y conspiraciones entre sectores de esa nobleza, originados por los intereses de los grupos familiares de las concubinas, madres de los pretendientes. Pero una vez que el heredero era reconocido y proclamado, su autoridad se consideraba indiscutible para la poderosa nobleza y por supuesto para el pueblo, ajeno por completo a las intrigas de la Corte. El Cuzco, centro físico y espiritual del Imperio, en el que residía el Sapa Inca, fue el eje y modelo de esa organización perfecta. La misma capital con su estructura cuatripartita generó la división del creciente Tahuantinsuyu en las cuatro regiones o Suyos del Imperio. En cada uno de ellos ejercía las altas funciones del gobierno, en representación del Soberano, uno de sus más cercanos parientes. Los cuatro Suyoyoc Apu formaban un Consejo que asistía al Sapa Inca y gobernaban en su demarcación, pero las decisiones importantes emanaban del soberano. A partir de esta demarcación, meramente política, se superponía la de carácter administrativo. En los suyos se encuadraban las provincias, equivalentes a los Estados preincaicos incorporados paulatinamente al Imperio, aunque no exactamente coincidentes con ellos, puesto que la organización central, aun respetando la homogeneidad étnica y cultural, se basaba más en la población que había de mantener su productividad, que en la extensión geográfica. Cada una de las provincias debía ser el asentamiento de 40.000 familias. Pero contaban dos factores importantes que constituyeron las formas más originales de la organización político administrativa inca: la distribución decimal de la población y la división tripartita de las tierras del Imperio. Cuando el Inca conquistaba un territorio se procedía inmediatamente a la distribución de sus recursos naturales y humanos. Aun cuando la estructura del ayllu se respetaba (de hecho se tendió siempre a garantizar su autosuficiencia económica), y se mantuviera la propiedad de las tierras comunales, el soberano confiscaba un lote de ellas que destinaba al mantenimiento del Estado. Otro lote era reservado para atender a las exigencias del culto; eran las llamadas "tierras del Sol". Las del pueblo abarcaban las parcelas necesarias para el sustento de los ayllus. ¿Qué proporción había entre estos lotes y qué criterio se seguía para su distribución? Es cierto que se aseguraba la autosuficiencia de las comunidades, pero las necesidades de consumo de éstas se reglamentaban y se mantenían en un nivel mínimo, lo que permitía que la extensión de los otros lotes fuera considerable, y ésta era una exigencia impuesta por la cantidad de recursos que absorbía el sustento del Inca, las elites y el culto, que dependían de la explotación de esas tierras, confiada a las comunidades que residían en ellas. Por otra parte existía otro tipo de tierras, que se podrían considerar como de propiedad privada, que eran las patrimoniales de cada Inca, transmitidas a sus respectivas panacas y explotadas por población yana. El funcionario que representaba en las provincias la máxima autoridad era el Ttocricuk, cuyas funciones, aunque eran esencialmente administrativas, abarcaban otros aspectos políticos y militares, y además ostentaba el poder ejecutivo de forma muy amplia. Para desempeñar sus funciones contaba con una red de funcionarios subalternos, residentes en las ciudades más pequeñas y en los pueblos de su demarcación, pero él mismo estaba sujeto a una vigilancia y supervisión de su gestión. Funcionarios volantes o inspectores recorrían constantemente las tierras del Tahuantinsuyu con misiones especiales encomendadas directamente por el soberano, cuya finalidad era recoger informes sobre todos los aspectos del gobierno y la administración. Esta organización central tan estricta, que hubiera podido ser la causa de disensiones y disturbios en el Imperio, no supuso un desequilibrio en la estructura tradicional de los pueblos que la componían. Gracias al respeto que se tuvo por las formas locales de gobierno, con las que se estableció una inteligente coexistencia mediante un estricto sistema de reciprocidad de servicios y de redistribución de bienes, se mantenía una absoluta comunidad de intereses entre el poder central y el de los curaca. Estos jefes locales, cuya autoridad fue respetada casi sin excepción, permitiéndoseles ejercer su autoridad sobre las comunidades que les estaban sujetas, eran de categoría muy variable. Dependían del número de individuos que controlaban y cuyos servicios personales tenían derecho a utilizar. Su rango superior dentro de la comunidad era reconocido por ésta y por el Estado. Las obligaciones de los curaca eran velar por el rendimiento del trabajo de sus sujetos y controlar la entrega del tributo, del que debían rendir cuentas personalmente al Inca en el Cuzco periódicamente, entregando ellos mismos los artículos suntuarios procedentes de su localidad. A cambio recibían a su vez regalos del soberano, objetos preciosos procedentes de otras partes del Imperio a los que de otra forma no tendrían acceso, yanas para su servicio y concubinas procedentes de los Aclla huasi. De esta manera se establecía a través de la redistribución de bienes, una comunidad de intereses con los señores locales cuya lealtad era necesaria para el Inca. Lealtad y colaboración que se aseguraban, también, valiéndose del sistema de retener en la capital del Imperio, en calidad de rehenes a los hijos de los curaca que en su día habían de suceder a sus padres en el gobierno de las comunidades. Así, centralizando y unificando viejas tradiciones y superponiendo a ellas un engranaje de mecanismos burocráticos complejos, los Incas consiguieron mantener la unidad política de su Imperio.
La economía inca
Inicio: Año 1400Fin: Año 1550

La base económica del Tahuantinsuyu estaba constituida por la explotación de los recursos naturales, cuyo producto se destinaba al mantenimiento de la población, tendiendo a conseguir además excedentes que, rigurosamente administrados, servían como base para atender a las necesidades de un Estado militarista cuya infraestructura requería constantemente el esfuerzo de una energía humana que, a su vez, necesitaba de esos excedentes para asegurar el perfecto funcionamiento del sistema. La fuerza de trabajo, el medio de producción, era la masa de Hatun runa, cuyo esfuerzo perfectamente reglamentado como tributo que se debía al Estado fue suficiente para soportar esas necesidades crecientes de un Imperio en constante expansión. El sistema de la división tripartita de esas tierras exigía la reglamentación de los sistemas de trabajo que las ponían en explotación. Para las del pueblo era fundamental garantizar la equidad en el reparto de las parcelas y su adjudicación a cada familia. La unidad de cultivo para ellas era el tupu, de extensión variable según la calidad del terreno. El tupu, para Louis Baudin, no se ajustaba a unas medias fijas; era "simplemente el lote de tierra necesario para el mantenimiento de un matrimonio sin hijos". El reparto del suelo era solamente en usufructo y se efectuaba periódicamente, cuidando de que cada familia tuviera acceso, dada la diferente calidad de ésta, a tierra de donde se pudieran obtener todos los alimentos necesarios para su sustento. Los lotes no podían ser cambiados ni, por supuesto, vendidos. Una vez repartido el suelo cultivable, la comunidad atendía a su puesta en explotación mediante el sistema del ayni, trabajo comunitario que se regía mediante un sistema de reciprocidad, que comprendía básicamente las actividades agrícolas, aunque también implicaba la construcción de la casa de cada nueva pareja. Este sistema de reciprocidad local, el ayni, implicaba la obligación para el dueño de la parcela que trabajaba toda la comunidad de alimentar a todos los que colaboraban con él mientras duraba el trabajo. Con esta reglamentación del ayni y con el acceso a los recursos de la tierra y a los medios de producción representados por el trabajo de todos sus miembros, las comunidades, como las familias, tenían asegurada su autosuficiencia económica.

El tributo inca
Organización político-administrativa inca

¿Cómo se organizaba la economía del Estado inca? Éste no tenía derecho a exigir ni un solo grano de maíz de las cosechas de los tributarios, pero disponía permanentemente de la fuerza de su trabajo, tanto para la explotación de las tierras estatales y del culto como para la prestación de servicios en el ejército, las obras públicas, la elaboración artesana y el cuidado de las salinas o de los rebaños estatales. En este trabajo permanente consistía el tributo del campesino andino, y para organizarlo se impuso el sistema de la división por edades para todos los individuos, de acuerdo con la capacidad de trabajo de cada uno de ellos y la división decimal de los cabezas de familia. Los adultos de entre veinticinco y cincuenta años, los purej, eran los verdaderos tributarios sobre los que recaían todas las obligaciones y sobre los que se hacía la distribución de los equipos de trabajo. Todos los individuos que integraban el pueblo estaban absolutamente controlados por el Estado, la vida familiar estaba vigilada constantemente a lo largo de toda la existencia de sus componentes. Rigurosas inspecciones y censos controlaban las incidencias demográficas: nacimientos, matrimonios, muertes, situaciones de enfermedad o incapacidad para el trabajo, viudas y huérfanos que dependían de las comunidades; todo era cuidadosamente anotado por el Quipucamayoc, y supervisado por las constantes inspecciones llevadas a cabo por los funcionarios de la administración. El Quipucamayoc representaba un importante papel como funcionario de la administración del Estado. El quipu o registro, hecho a base de cordeles de diversos colores anudados de forma precisa y convencional que hacía variar su sentido y comprender su contenido, era el instrumento de contabilidad y la forma de conservar, mediante un sistema puramente nemotécnico, datos de todo tipo. Si la contabilidad de la producción era necesaria, el censo de los trabajadores resultaba imprescindible para la formación de los grupos decimales. La base de éstos era la pachaca o centena de purej, que por su asimilación al posible número de familias que componían un ayllu ha sido a veces confundido con éste. Pero el ayllu es una formación social, mientras la pachaca constituía una simple agrupación artificial de carácter económico creada con finalidades puramente administrativas. Los subgrupos de la pachaca constituidos por 5 purej (chunca), 10 purej (pisca), 50 purej (pisca pachaca), estaban controlados por sus respectivos capataces o mandones, que debían rendir cuentas ante el pachacacamayoc. El cargo de camayoc o capataz de equipo, inferior a la pachaca, recaía sucesivamente en todos los componentes del grupo que de esta forma tenían la oportunidad de ejercer una autoridad y asumir responsabilidades al menos durante una vez en su vida de tributarios. Ellos eran los encargados de organizar el trabajo agrícola en común o minha para el cultivo de las tierras del Inca y del culto. La pachaca se multiplicaba en grupos mayores: cinco de ellos conformaban una pisca pachaca o grupo de 500 tributarios. La huaranca era un millar y la suma de cinco de ellas configuraba la pisca huaranca. El huno, compuesto por 10.000 tributarios, era el grupo decimal de mayor entidad y probablemente equivalente a todo un linaje o grupo étnico. La jerarquización del trabajo y la distribución de responsabilidades se advierte al observar que para cada 10.000 tributarios existía una escala de funcionarios que sumaban el número de 3.333, de categoría ascendente. Los encargados de los grupos superiores a las pachacas no estaban sujetos a la mita, y eran los señores naturales de los componentes de sus equipos, cuya categoría variaba según el número de las familias que les estaban sujetas; un curaca local podía tener rango inferior, el de pachaca camayoc, o incluso el máximo de hunu camayoc. Esta organización decimal no era absolutamente estricta, el volumen de los grupos podía variar por exceso o por defecto, aunque sin alejarse mucho del patrón numérico, que se ajustaba en la medida de lo posible a la composición natural de los ayllus. Un riguroso sistema de almacenamiento y distribución de la producción era la clave del equilibrio económico estatal. Los depósitos locales, provinciales y metropolitanos aseguraban las reservas de todo cuanto necesitaran las elites, que recibían del Inca lo necesario para su mantenimiento. Los templos contaban con sus propios recursos procedentes del producto de las tierras del culto, también almacenados y administrados por el celo de sus funcionarios. Pero una buena parte del excedente de producción, que rebasaba con un amplio margen las necesidades de esas elites se recogía en un tipo de almacenes, los tambos, situados a intervalos en la magnífica red de caminos que recorría el Imperio y que servían para el abastecimiento permanente a los ejércitos y a los tributarios que prestaran cualquier servicio fuera de sus propias comunidades.


Las obras públicas
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La magnífica red viaria que ponía en comunicación los más distantes puntos del Imperio inca fue, aparte de las grandes obras de ingeniería, la otra gran realización que en el orden material llevaron a cabo los incas. Junto con el establecimiento de una lengua oficial, el quechua, y de una religión común para todos sus súbditos, constituyó un poderoso medio para conseguir la unificación política y el instrumento indispensable para sostener la maquinaria administrativa y la movilización de hombres y productos, necesaria para mantener la seguridad y el abastecimiento de todos los rincones del Tahuantinsuyu. Al desconocer, o no aprovechar, el transporte y las comunicaciones por vía marítima, se dio especial importancia a las de tierra, a través de caminos y puentes, cuya importancia, según la admirativa apreciación de los conquistadores españoles, primeros cronistas del Perú, era sólo comparable a la de las calzadas romanas. El cuidado de los caminos era responsabilidad de los ayllus asentados en los lugares por donde pasaban, y sus curacas eran los encargados de vigilar su buen estado. El trazado y la construcción de puentes que dieran continuidad a los caminos fue objeto, igualmente, de una especial atención por parte de los ingenieros incas, que supieron adaptar su técnica a las diferentes condiciones topográficas del territorio sobre el que trabajaban. El verdadero alarde de la técnica incaica fue la construcción de los majestuosos puentes colgantes, que volaban literalmente sobre los cañones profundos y anchos de los grandes ríos. Aunque con materiales diferentes (gruesos cables de acero), el mismo principio de construcción sigue siendo utilizado en la sierra peruana para unir las riberas de los ríos Vilcanota, Urubamba o Apurímac, como complemento de veredas que no prestan servicio al tráfico rodado, sino simplemente al de peatones. El caminante actual puede sentir en ellos la misma sensación de balanceo que sobrecogía a los jinetes españoles del siglo XVI cuando se veían obligados a utilizar esos otros más ligeros y menos sólidos que desafiaban al viento y el espacio en trazados más audaces por su longitud y la altura a que se elevaban sobre los cauces de los ríos. Su seguridad requería la presencia constante de un vigilante que, además de supervisar su buen estado, controlaba el paso de viajeros, a los que exigía un pontazgo o pago de peaje, según observaron los conquistadores españoles, que debía ser hecho efectivo con parte de la carga que transportaran. Posiblemente se tratara de un simple modo de controlar las movilizaciones de una población sujeta a normas estrictas en cuanto a su falta de libertad para trasladarse de un lugar a otro

La religión inca

El sacerdote incaSacerdocio femenino

El de los incas fue un pueblo profundamente religioso. La vida toda del hombre, como individuo y como componente de su ayllu estaba regida y condicionada por la presencia constante de fuerzas y seres sobrenaturales, a cuya influencia era difícil sustraerse, y cuya benevolencia era preciso conseguir mediante la práctica constante de ritos y ofrendas. Pero en el marco de la vida espiritual, como en el de la material, se advierten claramente las características que informaron ésta en el tiempo del Imperio: por un lado, la existencia de una fuerte tradición preincaica tolerada e incluso absorbida por los señores del Cuzco, y por otro, una clara diferenciación entre la religión de las elites y la del pueblo; es decir, entre esa tradición, respetada por los conquistadores, y una religión oficial, utilizada como un factor más, importante y decisivo, de la unidad del Imperio. Sin embargo, hay que destacar que la base de toda la ideología religiosa de las elites, elaborada por los amautas hasta la categoría de una verdadera teología, fue la creencia general en toda el área andina y en épocas remotas en la existencia de una divinidad creadora, un Ser Supremo, que con distintos nombres pero con las mismas características, aparece como centro de los mitos de creación en diversos lugares, desde el altiplano a la costa y desde el Titicaca al Ecuador. La divinidad creadora del área del Cuzco es Viracocha, que, procedente del lago Titicaca, del que emerge después de haber creado el cielo y la tierra, procede a la creación sucesiva de dos humanidades, la primera de las cuales es destruida por él mismo y convertida en piedras, con las que labra los modelos de la segunda humanidad. Después se dirige hacia el Norte, al Cuzco, y, tras organizar y ordenar el mundo, actuando como héroe civilizador, continúa su marcha hacia el Norte dirigiéndose a la costa, hasta desaparecer en el mar siguiendo el camino del Sol, y prometiendo su regreso. Viracocha es un dios celeste, creador y fertilizador relacionado con el mar y el agua. Su nombre es significativo: espuma de la mar o espuma del agua. Aparece con atributos solares, pero no es el Sol, ni su culto tiene las características del culto solar. El Sol, como divinidad del Estado incaico, es de una aparición más tardía. Se ha dicho que Viracocha fue la divinidad de las elites y que su culto fue solamente organizado y establecido en la Corte por un sacerdocio de alta jerarquía, y que el Sol fue la divinidad del pueblo. Sin embargo, modernas investigaciones llevadas a cabo por el profesor Franklin Pease han permitido establecer que el culto solar perteneció, como el de Viracocha, al que relegó a un segundo plano, a las elites imperiales y que fue impuesto oficialmente a todo el Imperio, como eje de un nuevo orden religioso después del reinado de Pachacuti. Para subrayar la importancia de la aparición de un orden nuevo y diferente en el Incario, Pachacuti se vale del culto solar, que oficializa con la magnificencia de que dota al templo existente en el Cuzco dedicado al Sol. El Coricancha fue el recinto de oro, revestido y decorado con planchas y objetos de este metal, considerado como uno de los atributos de la divinidad. E1 prestigio del culto solar y su vinculación con la dinastía de los incas, son, pues, consecuencia de una victoria política, y este carácter político fue la causa de que, a pesar del respaldo oficial y de la poderosa organización que lo mantuvo con generosas dotaciones económicas en edificios, tierras, rebaños y servicios, desapareciera rápidamente después de la caída del Imperio. Junto a estas divinidades superiores, Viracocha y el Sol, otras de carácter celeste y vinculadas a ellas ocupaban un lugar importante en el panteón inca. Pero el pueblo estaba inmerso en una serie de ritos y ceremonias, expresión de su sentimiento religioso, más orientadas hacia el culto de divinidades regionales, locales, familiares y aun personales de carácter naturalista o animista, a las que no se sustraía ni la misma casta de los Incas. Estas prácticas fueron las que sobrevivieron y las que aún hoy subsisten, aunque modificadas, entre el campesinado andino. El culto a las huata, objetos o lugares sagrados, representaba la más importante manifestación de la religiosidad de los incas. Una huaca era cualquier objeto, ser o fenómeno de la naturaleza que ofreciera características consideradas como sobrenaturales por su aspecto inhabitual: una roca o montaña, una piedra de forma extraña, una planta o un ser vivo, animal o humano, que ofreciera alguna anormalidad, era huata. El cuerpo de un antepasado, el mallqui, lo era igualmente, así como la representación en piedra de ese antepasado, en el caso de que fuera supuesto y no real. También tenía este carácter sagrado el lugar en el que se rendía culto a las huacas "transportables"; o las pacarina, lugar de donde se creía que había surgido un antepasado o un grupo, desde las entrañas de la tierra. Las ceremonias del culto oficial requerían, además de ricas ofrendas, sacrificios numerosos de llamas y, en ocasiones excepcionales, de seres humanos, jóvenes y niños. Las ceremonias oficiales, que se celebraban de manera sincrónica en todo el Imperio, eran las que marcaban los ciclos agrícolas determinados por los equinoccios y solsticios, pero que tenían lugar, con diferente duración, cada mes. Un ceremonial complejísimo se seguía para las más importantes, entre las que destacaba la del Inti Raymi, o gran Pascua del Sol, que se celebraba con motivo del solsticio de junio. Con muy remotas resonancias incaicas, y aun sin su contenido original, la fiesta del Inti Raymi sigue convocando en la actualidad, cada año, en la magnífica explanada que se extiende a los pies de la imponente fortaleza de Sacsahuaman, en el Cuzco, a los campesinos de toda la región, constituyendo un atractivo más para turistas del inunda entero, que en número creciente se sienten atraídos por conocer los vestigios del impresionante mundo de los incas.
Está situada a cerca de 3415 m de altitud, en el valle del río Huatanay, al sur de Perú. Se la llama también la Capital Arqueológica de América y fue el centro de poder del Imperio Inca. En Cuzco podemos encontrar tres influencias culturales: indígena nativa, quechua y colonial. La palabra Cuzco significa en quechua, "ombligo del mundo" y también "amontonamiento de piedras". Según la leyenda, Cuzco, capital sagrada del Imperio del Tahuantinsuyo, fue fundada alrededor de los siglos XI-XII d.C. por el inca Manco Capac, de la familia de los Ayar, quien vivía en el lago Titicaca. Éste, junto con sus cuatro hermanos, y siguiendo los consejos del dios Viracocha, dejaron el altiplano y uno de ellos, Manco, después de deshacerse de sus hermanos, plantó una varilla de oro, signo de su poder, en el suelo, en la ubicación de lo que sería la ciudad de Cuzco. En realidad, se debió de tratar de un pequeño grupo étnico procedente, quizá, de algún valle cercano o de la zona del Titicaca, que se asentó en el valle de Cuzco, fundando la ciudad. Fue, sin duda, la urbe prehispánica más importante de los Andes. Los antiguos reyes incas la dividieron en cuatro barrios, a semejanza de las cuatro partes del Imperio. Manco Capac ordenó que los pueblos sometidos de la selva procedentes de oriente y de occidente se asentasen en el barrio oriental (Antisuyu) y el occidental (Contisuyu), respectivamente. Del mismo modo, se establecieron los pueblos conquistados del norte (Chinchasuyu) y del sur (Collasuyu). Los habitantes primitivos de Cuzco se dispusieron en un inmenso círculo, en torno al centro de poder incaico. La ciudad estaba formada por 12 panacas o ayllus reales (fundado por cada uno de los Incas) y se desarrolló durante el reinado del inca Pachacútec, en el siglo XV, llegando a tener hasta 300.000 habitantes, organizándose alrededor de la doble plaza de Huacapata y Cusipata (actuales plazas de San Francisco y Armas). Ambas estaban rodeadas de palacios imperiales y templos entre los que destacaba el de Coricancha. El centro fue concebido como defensa de la ciudad, con muros de proporciones ciclópeas para albergar a la nobleza inca en caso de peligro. La tradición oral indígena recoge la historia de los Emperadores, los cinco primeros pertenecientes a la dinastía Hurin Cuzco y los siete siguientes a la Hanan Cuzco, que trasladó su residencia de la parte alta a la baja. A pesar de que existen épocas más antiguas del señorío de Cuzco, no se puede hablar con propiedad de la historia de cada uno de los Incas hasta el noveno de ellos, Pachacuti. Hasta el reinado de éste (1438 - 1471) el pueblo inca mantuvo enfrentamientos con los pueblos limítrofes. El inicio de su supremacía se dio con la derrota de los chancas y su emigración hacia la selva. En sus campañas, Pachacuti llevó los límites de su reino hasta la zona del Collao, territorio aymara cerca del lago Titicaca, además de consolidar la organización del Imperio. Su hijo Tupac Inca Yupanqui estableció las fronteras del Tahuantinsuyo o reino de las cuatro regiones y las amplió hasta el reino de Quito en la sierra, y el reino chimú en la costa. El último gran inca fue Huayna Cápac, cuya misión fue la de consolidar el vasto Imperio. A su muerte, la crisis sucesoria y las guerras civiles entre partidarios de sus hijos Huascar y Atau Huallpa, junto con la llegada española iniciaron la decadencia del Imperio. Los españoles destruyeron parcialmente Cuzco que, a partir de 1534, comenzó la construcción de edificios cristianos sobre los cimientos de los incas. Los españoles no tuvieron más que superponer sus viviendas e iglesias sobre las murallas anteriores y erigir la Plaza de Armas sobre la antigua. Durante el Virreinato, mantuvo su importancia política y social. Fue también el centro de una resistencia que derivó en levantamientos; el más importante fue el de Tupac Amaru. A partir de 1821, cuando se inició la época republicana, la importancia de Cuzco declinó hasta que en 1911, con el descubrimiento de Machu Pichu, conocerá un nuevo auge para convertirse en la actualidad en la capital arqueológica de América. En la amplia plaza central se celebraban las más importantes solemnidades. Junto a ella se alzaban el templo del Sol, los jardines colgantes, los observatorios astronómicos y la Cori Cancha o galería de 85 m. de longitud, cuyas paredes estaban decoradas con oro macizo y piedras preciosas. La arquitectura incaica era imponente y severa por su estructura y materiales, constituidos por grandes bloques de granito, escuadrados, unidos con habilidad y pulimentados por medio de arena. Manco Capac dividió Cuzco en dos mitades, la parte alta o Hanan-Cuzco (reservada a los propios seguidores) y la parte baja o Hurin-Cuzco. Tras la llegada española, el trazado incaico se respetó, no así muchos de los edificios, llegando a denominársela como la Toledo peruana. La magnífica Catedral, levantada sobre el palacio del inca Viracocha, se fundó en el siglo XVI. La mayoría de las iglesias son de los siglos XVII-XVIII, como Santo Domingo, la Compañía, la Merced, San Pedro, Belén o San Sebastián. Notables son también los palacios virreinales, que dan a sus calles un cierto aire castellano-incaico, como las casas de Portan de Arinas o de los Cuatro Bustos.